
Al Rastro.
Una vez al año… como lo otro. Cambio de hora, y a las 8,30 las labores caseras
hechas. A palpar la guinda. Ventaja: que ves nacer ese mundo, el montaje, su
gestación. Aún poco público, ya todos los vendedores. Sombra. Todavía el sol no
ha saltado por encima de árboles y edificios. Olor de rocío y churros. Ajetreo,
furgonetas, ruido de hierros, perchas, pinzas, tenderetes, género colgando. Curiosamente,
tolerancia. Si hay roces, se resuelven: “cuando se te pase el mal rato, invitas a una hamburguesa”. Claro, el McDonald´s también hace su octubre. Algún
crío madruga y algo ayuda: “Keeeevin, sujeta aquí”. Lo mejor, como siempre, las
técnicas de venta: “tenemos relojes que marcan la hora en cuarenta países”. Al
final, uno (como la cabra) tira a lo suyo… a los libros: “¿tienes algo de
poesía?” “no sé, cariño, como yo no entiendo de eso…”. Domingo de otoño, mañana
de Rastro, tarde de sofá. Día de veinticinco horas, y mermando.
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