Hay
una obsesión casi enfermiza en tanta, mucha, demasiada gente por pillar al
prójimo en un renuncio, un lapsus, un error. A ver si el otro se ha equivocado,
ha metido la pata o ha tenido un despiste y, lo más importante, ¡yo me he dado
cuenta, así que a restregarlo! Aunque el fallo sea una chorrada disculpable, o
aquello que siempre se dijo de los duendes de la imprenta. Da igual, el orgasmo
para muchos se produce sin más con el hallazgo.
El
narcótico faceebok está repleto de comentarios que lo prueban, pero no sólo. En
la calle, en los bares, en la vida diaria: un tipo se excita cuando cree haber
cazado una errata en el papel; a otro le emociona ver un número duplicado, un
baile de fechas, una pifia en un cartel, un gazapo en un programa. Por lo
visto, las equivocaciones de los demás actúan como lubricante para ellos,
pobres frígidos. Y si finalmente el descuido no es tan grave o el error ni
siquiera es tal error, entonces se produce el gran chasco, el gatillazo, ¡mierda,
creía haberle pillado y no es así…! y se les baja de golpe, infelices.
Vale.
Allá ellos/as, allá cada cual y sus tiñosos estímulos, no hace falta ser
sociólogo ni psiquiatra, basta conocer un poco la comunidad para atreverse a rubricar
que el mezquino espíritu de afear y destruir labor ajena no es la senda y que
con esa filosofía una sociedad no avanza un ápice y que el pueblo que así
reacciona lleva dentro el germen de la autodestrucción.
Vale.
Algunos son humanos y yerran. Llegados a este punto, a riesgo de ser pedantes, repetiremos
lo que exclamaban los atenienses a la llegada de Pompeyo: “tanto más Dios eres
cuanto más hombre te reconoces”. Pues eso.
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