“La verdadera muerte es desertar” (M. Martí i Pol)
(Dedicado al P. Julio B.)
Dejad,
dejad que despacio se acerque
a su tierra, y regrese, la pise, habítela casi.
Dejad que venga
a pie, reptando o en sueños: ¡amaba
tanto él a su tierra!;
corteza verde, su tierra,
corazón de negro luto, a veces; mas suya.
Raíz. Savia. Cuna. Su tierra
siempre.
¿No veis que, acaso, sin ella
en vida sufre, vaga, muere? Que venga. Él quiere
y la tierra, ahí: llamando –y arrastrándole-
urge, le busca, ordénale. Y acabará
saliéndose -¡menuda es!- con la suya.
Tal vez -en ocasiones- ese hombre pecó,
mortal y humano, mas no tanto, nunca tanto,
no para tal destierro infinito, cruel,
injusto del pueblo y su casa y su madre,
de la iglesia o el monte o su tierra. O su fosa, si me apuras.
No tanto: jamás tal castigo. El perdón, obligado.
(Rueda su memoria
-en calzones cortos- por pindias laderas, los pies
en el río, azote en el culo, jugar a las eras,
en su infancia nieve,
un perro su amigo -de nombre Leal-.
A la vejez, sueños:
el día de fiesta tañen dos campanas
-Asunción, San Roque- y él siente que debe
congregar a un pueblo, apiñarlo, rezar).
Imanta la tierra, ata, convoca bruscamente, anuda.
Él asiente, dócil asiste a la cita,
vendría (ley de vida) aprisa y todo, si pudiera
mas no puede (¿ley de vida, dicen?).
Sufre entonces: dolor sordo, alienante.
E impotencia. Sé que sufre. En la distancia impensada, dolor:
borrosa, la añoranza; el recuerdo, olvidado; eterno, el instante.
Él quiere. No puede.
Pero –ya digo- dejadle.
(Foto Salvador / Texto Javier)
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