¡Ah, el arte
del graffiti! Las pintadas en tapias y paredes de nuestras ciudades son siempre
un canto a la espontaneidad, un estallido de ingenio, una revolución. Las hay
absolutamente brillantes, nacidas de la genialidad del individuo anónimo, del
talento popular en estado puro, como un arrebato de frescura. Hay frases
divertidas, muchas beligerantes, alguna lapidaria…
Fijémonos
en esta: ¡qué naturalidad! Una pared
blanca, tres palabras, un mensaje.
Él, sea
quien sea, escribiendo unas pocas letras temblorosas, sinceras mientras piensa
en ella, sea quien sea también y que quizá nunca sepa del ímpetu de su chico.
¿Qué importa? Lo sustancial es el mensaje, la voluntad, el descaro. Él no
necesita identificarse pero tampoco se oculta. Le basta una frase, un lema, una
declaración. Tres palabras. Tiernas en su sencillez, profundas en su laconismo.
Solo necesita tres palabras para decir todo, para dar la bienvenida a la
mañana, al día, a su chica, a la vida: buenos días. Después, princesa. Etiquetarla
así es elevarla aún más, a reina de su mundo, de sus actos, de su corazón, es
confesarle admiración total, idolatría (princesa: nada que ver con la creciente
connotación peyorativa del título, en términos monárquicos.)
Tal vez pueda
sobrar (pero esto es ya una opinión muy personal) el dibujo, el corazoncito,
infantil, ñoño para mi gusto. Sin embargo, aunque así fuese, eso no invalida
nada de lo anterior, no anula ese espontáneo grito estampado contra un muro
blanco, inmaculado, universal. Gloria al atrevimiento, a la chispa, al ingenio,
al desparpajo. Fuera jueces arbitrarios y come-langostas: las únicas sentencias
válidas deberían decretarse en las paredes.
Javier Cuesta
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