Sucede que
una vez hubo una sala de fiestas, una espectacular sala que era como una
estrella ingente que guiaba la vida de la villa. Alumbraba la noche, con cientos
de luces y miles de almas (o viceversa), y en sus rincones tantas parejas se
fundieron y fundaron -sin pensarlo, tal vez- sus planes, sus familias, su
futuro.
La más
popular de las discotecas de la provincia era visitada semanal y
preceptivamente por jóvenes y mayores, estudiantes
refinados o toscos obreros, de cerca y de lejos, curiosos ocasionales o asiduos
parroquianos. Todos.
Sucede que
el paso del tiempo –colérico, inclemente- dejó huella cruel entre sus paredes:
en vez de rumbas, silencio, en lugar de cálidos abrazos, humedad, en vez de
lucecitas, desconchones. Melancolía insuperable donde había romances
incipientes. Lo que fue vida, noche alegre, fiesta y esplendor es ahora decaimiento,
convalecencia, vejez. Nostalgia, finalmente.
Y la rutilante
estrella de ayer, de antes, de anteayer, ha quedado atrapada por las telarañas
de hoy, de aquí, de ahora. ¿Quién dijo que el tiempo pasa que es una bendición?
Mentira, pasa que es una adversidad, una canallada.
Javier Cuesta
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