Ya sé que en todos los pueblos hubo -
y quizás siga habiendo - "un tío agapito". Pero este fue real. De
Valdabasta. Y viejo conocido, y conocedor de Mansilla de las Mulas. Tuvo
tratos, por ejemplo, con don Blas, el boticario, dueño de la casa y la farmacia
donde hoy, en estos tiempos, nos dan bien de comer, "curiosamente"...
Aquí va, de alguna manera, un cacho de
su "biografía":
- “Escuchad, muchachos. Os propongo
una apuesta: ¿a ver quién de vosotros aguanta, sin picarse, un puñado de
ortigas en las manos?…”
Es Agapito, que gusta de probar la
picardía de los chicos, y presumir de los trucos que aprendió de la tierra, – a la que quiere
tanto –, y de la vida… Agapito es un
hombre alto y enjuto. Con el pelo blanco, pero casi intacto, debajo del
sombrero de paño. Sobre sus ojos se arquean las pobladas cejas, también canas,
que aclaran aún más la blanca tez de su semblante. Tiene unas manos grandes,
huesudas; pero bien cuidadas. “Yo digo que es mejor trabajar con la cabeza un
poco, que un mucho con las manos”, – suele decir a veces, jactancioso. Sus
piernas son también largas y flacas. Las disimula debajo de dos perneras anchas
de pana, que terminan en dos vueltas, cargadas de hierbas y de pajas. Mide
Agapito ciento ochenta centímetros. Y eso que los años ya le agachan, y le han
llevado contra el suelo un par de dedos, cuando la tos le violenta y el asma le
atosiga. “¿Quién diría que no pude
entrar en la Guardia porque no di la talla?”…
El arroyo viene todavía muy ancho.
Este invierno fue crudo, y muy lluvioso. Y el torrente derrumbó la tapia de la
huerta, en la curva, antes de cruzar la calle. Entre el tapial y los adobes
caídos, que forman un cabo en el riacho, se levanta una espléndida mata de
ortigas, al lado del camino. Los chicos suspenden por un tiempo sus juegos, y
rodean al viejo, que les reta. El más osado se decide, aceptando el desafío:
“Eso está chupao. Mi padre me ha dicho que si aguantas sin respirar, y apuñas
fuerte, no pican las ortigas… Me cago en la…” El chico suelta el verde
ramillete que tenía en la mano, y deshincha los mofletes que había llenado de
una carga de aire exagerada, y resopla, sacudiendo los dedos, enfadado.
- “A ver: el siguiente…” , dice
Agapito, divertido.
Un chaval rubio se adelanta, entre
miedoso y descreído. Coge una ramita de ortigas entre los dedos pulgar e
índice, por un instante escaso, resoplando, con la cara hinchada, en un intento
de sonrisa. Pero, quiá. Otro palabrón se escapa de su boca, y la ortiga vuela
por encima del corro, hasta el arroyo. El viejo socarrón se ríe abiertamente,
disfrutando. Y busca con los ojos al siguiente paladín en el torneo. Se
adelanta un rapaz con los ojos vivarachos y lo pelos de cohete. Hacía un poco
que, de espaldas al corro, se había agazapado en el borde del agua, cogiendo en
la palma de su mano un pegote de barro, y limpiando el dorso en la culera (“ay,
pobre culo”, le gritará la abuela). Ahora, disimulando, agarra decidido un
puñado de hojas, en un tirón apresurado… Pero el pobre tampoco tiene suerte. Ni
el barro le defiende. Grita, salta, chilla… Y escuchando las risas del coro de
muchachos, se enfada y se marcha.
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Valdabasta |
Todos miran a Agapito. En un silencio
que aplaca los picores a los más valientes, y los cuchicheos de los que no se
atreven en el reto. El viejo se acerca al arroyo, ensuciando de barro el
borceguí del pie derecho. Mira a la mata de las ortigas, como si fueran flores.
Y escoge, descuidado, con sus dedos largos, un ramillete de tallos urticantes,
que pasa de una mano a otra mano, sonriente. Los chicos acechan, incrédulos, al
hombre, esperando descubrir un escozor en los dedos, o un fuerte cosquilleo que
le arranque un taco a la lengua del abuelo. Pero, nada. El tío Agapito se queda
tan fresco como el agua que baja en el arroyo.
- “Díganos, ande: ¿cómo lo hace?”,-
dicen a coro los chicos, boquiabiertos y abobados.
- De todas las ortigas, que casi
siempre crecen juntas, hay una que no tiene pelillos erizados, cargados de ese
picante ácido que os irrita tanto. Esa es la ortiga blanca. La que yo cojo como
una flor, descuidado”, – dice Agapito, orgulloso.
- Y usted, ¿cómo sabe tanto?”, – le
pregunta otro chico.
Agapito se hincha de contento. Y
sabiendo que los muchachos le escucharán atentos, como a un maestro, les dice:
- “Venga: sentaos en el suelo. Que os
cuento un montón de cosas de la ortiga. Atentos: yenía yo unos veintitrés años,
cuando los avatares de la vida me obligaron a poner en marcha la casa de mi
padre. Lo primero que hice fue vender una mala burra que tenía. Y a cambio me
decidí a comprar una yegua en la feria de Mansilla. Yo era un bisoño. Me
faltaba la experiencia de la vida. Y me engañaron los gitanos. La yegua me
costó 220 pesetas, “con cabezal y freno”. El jodido gitano me engañó como a un
tonto, -“con freno y todo”… El freno servía para disimular el labio bajero de
la bestia, que era más vieja que mi abuela, que en paz descanse… Al llegar a
casa y quitar a la yegua el freno, el labio se le cayó casi hasta el suelo…
Pero el engaño de los gitanos me sirvió a mí de desengaño. Aprendí de los
mismos gitanos muchas tretas. Y en varias ocasiones las usé para devolverles el
engaño. Pero también tuve entre esta gente a muy buenos amigos. A lo largo de mi vida me dediqué a
la trata de animales, y aprendí, por ejemplo, que con una buena dieta de
ortigas, picadas entre la hierba y los granos de avena, los viejos caballos
restablecen el brillo de su pelo, y recuperan un renovado ardor, casi
instantáneo, para engañar a los compradores. Las mismas ortigas me ayudaron en
gran manera a la recría de los cerdos. Y gracias a ellos hubo años en los que
gané mucho dinero. Esos granos que veis en las flores de la ortiga hacen poner
a las gallinas más huevos que ninguna, y más frescos, y más rojos. Si en
vuestros corrales no crecen las ortigas, coged unos buenos guantes, una hoz
afilada y una horca; y todas las tardes, preparadles a las gallinas una buena
ensalada de ortigas… Veréis qué huevos más “cojonudos”… También tiene la ortiga
usos muy beneficiosos, como medicina. Recuerdo que mi abuela la usaba para
ayudar a incrementar la orina, o para cortar la hemorragia de una herida.
Todavía recuerdo cómo el abuelo se azotaba la espalda y las nalgas con ortigas,
cuando le atacaba el reuma…”
Los chicos se ríen, divertidos. Y
despiden, admirados, al abuelo:
- “Adiós, tío Agapito. Es usted coj…
Es usted macanudo”.
A. Escalada/2mil5