“Ahora, silencio. Duerme. Olvida todo”
(L. Cernuda)
(Permitidme, para mi amigo:)
Nadie que haya tenido que acudir con algún enfermo a esa Unidad puede ignorar de qué hablo. Los que allí esperan tienen la mirada serena de no haber hecho nada para merecer aquello y la mirada lejana de la desesperanza, la mirada distante de quien espera lo inesperado y lo incierto y lo fatal, la mirada asombrada de los que encaran un peligro involuntariamente, por narices, por mala potra y por injustificable derivación divina; qué digo injustificable, por caprichosa ojeriza divina. Los que allí esperan han rumiado su condena –sin entenderla, sin haber jugado a la ruleta de la vida- muchas noches interminables, a solas con su almohada y con su miedo. Los que allí esperan hablan despacio y suave, silenciosamente como para no despertar a la acémila, y comentan entre sí sensaciones singulares que solo ellos conocen, en un lenguaje exclusivo del que tienen la clave solo ellos. Pero especialmente sobrecoge su tristísima mirada, hundida y vacía, su acuosa mirada de llorar en seco, sus ojos que se clavan fijamente en ningún sitio. Ya quisiera yo poder describirla; es imposible. Esa mirada hay que verla; mejor, no habría que verla nunca.
(Y ahora pido disculpas de antemano por la impudicia de mostrar mi testimonio y mis emociones y mi juicio radical. No puedo menos. Si te ha tocado acompañar a alguien muchas veces y le has visto luchar, caer y levantarse, hundirse y volverse a animar, sollozar, sufrir dolor y angustia infinita, deteriorarse gradualmente hasta convertirse en piel, en corcho, en barro, en nada… Si todo ese proceso se ha extendido absurdamente y al libro le sobraban páginas y el epílogo no comparecía, entonces habrás de admitir conmigo que a dios casi le conviene no existir, porque si existe se ha convertido en un indefendible ser muy cruel, en un sayón importantísimo.)
J. Cuesta