Un pozo tradicional en el justo medio ofrece agua al visitante –aunque sea de la traída- y nombre a una plaza, a cuyo alrededor los edificios se apiñan enfrentados por la diversidad: madera, ladrillo o barro conviven con materiales de más reciente prosapia. En su esquina oriental, una moderna escultura se desparrama en haces para homenajear al peregrino. Un poco más atrás, el pináculo torcido de la torre de Santa María vigila todas las transacciones.
Es como el zoco hortofrutícola de la villa. La vieja plaza porticada puede acoger de todo: un orondo parroquiano extiende un toldo verde sobre sus llamativos tomates semi-autóctonos, este hortelano repantingado en una silla de picnic exhibe plantas mustias de sus semilleros, aquel pesa fruta en una romana de las de antes, en un cestito de mimbre lucen varias docenas de huevos caseros custodiados por una mujer con pañoleta en la cabeza, un apicultor aprovecha el banco como mostrador para sus tarros de miel de brezo, ese jubilado con todo el tiempo del mundo regatea con aquel tosco campesino por una manada de cebollín, los sacos de patatas reposan horizontales en el suelo, como muertos.
Pero no sólo de la huerta vive el hombre, y en una callejuela adyacente una mujeruca –demasiado mayor para trabajar, tal vez demasiado pobre para jubilarse- abre su mesita plegable y esparce encima cuatro tiñosos juguetes. Cuatro, contados. Y al marchar recoge los mismos que sacó, exactamente.
Mansilla de las Mulas. Los martes, mercado.
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