“Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón”
( Celine, Viaje al fin de la noche)
Después de trabajar durante medio siglo en el campo, al sol, al agua, al frío… segando, trillando, regando, lavando… a esa pobre mujer le ha quedado una puta pensión de quinientos y pico euros cada mes. Yo lo conozco bien, sé de qué hablo.
Sesenta caraduras congresistas cobran tres veces más (exactamente 1.823 euros mensuales, a mayores de su millonario sueldo) solo en concepto de plus, de dieta, por ser de fuera aunque todos tienen casa en Madrid, etcétera. Y el Tribunal Supremo bendice esa fechoría. Sin vergüenza todos, diputados y jueces.
¿Hay derecho a eso, debemos soportar tanta injusticia? ¿Es legítimo tanto desequilibrio, tanto agravio?
Hay que ver, cómo han cambiado el lenguaje y la moral.
Antes el escaño era un banco de madera que había en la cocina, en el que descansaban mientras comían –si había qué- los sufridos hombres rurales después de sudar la gota gorda. Ahora el escaño es el suntuoso triclinio en el que sus señorías bostezan y se insultan entre sí, donde posan sus obscenos culos, exhiben impecables corbatas italianas y levantan su adulterado dedo cuando les ordena el jefe.
Antes la dieta era el ayuno frecuente –demasiado habitual- que les quedaba a los pobres hombres rurales cuando no había nada que echar en el plato. Ahora la dieta es una desorbitada recompensa indecente otorgada a sus señorías por ir de turismo laboral a la capital de la nación.
Cuánto sarcasmo.
J. Cuesta
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