Ya
lo he confesado antes: adoro las citas, espigar entre los libros para rescatar
frases brillantes, por lo que dicen o por cómo lo dicen. Aunque comprendo que
entresacar del contexto un párrafo comporta sus riesgos y se puede desvirtuar
su sentido, pero me arriesgo: “…entraba
en la etapa de mi vejez, y un viejo toma actitudes, ofrece imágenes de sí
mismo, de su propio cuerpo, que lo humillan ante cualquier mujer que no
participe de cierta fascinación por él, que no haya sido seducida”. (R. Chirbes)
Es cierto.
Sospecho que es cierto. Algunos empezamos a comprobarlo en nuestras propias
carnes mortales. No es que ya no impresionemos a nadie, es que daremos grima
seguramente. Vejez: el tiempo no perdona, se suele decir. Ni a la mente ni
siquiera al alma, pero mucho menos al body:
se acerca el verano, y la prueba del bañador (o del pantalón corto o de la
camiseta ceñida) no engaña. Sobrados de impudicia, estamos a punto de enseñar
las miserias humanas: arrugas, colgajos y michelines. Y lo que nos dice el
escritor es que nuestro deterioro es sólo disculpable para ella, si acaso para
ella, que igual lo difumina con el recuerdo de una época más lucida (y lúcida).
Para las demás quizá seamos escombros, cuerpos decrépitos, así nos verán tal
vez. Sin embargo, y seguimos con las citas, M. Yourcenar nos ayuda a degradar
las vergüenzas: “…la posibilidad de
quitarse la máscara en todas las ocasiones es una de las raras ventajas que
reconozco a la vejez…”
Javier
Cuesta